¿Qué es lo que sucede cuando uno se encuentra frente
a una obra de Víctor Hugo Pérez?
Hugo Plascencia
“El símbolo de la unidad de la naturaleza humana,
la identidad esencial del hombre y de la bestia”
D.S Mirsky
José Luis Barrios comenta que “la causa de la representación es la mirada del deseo, pero el efecto del deseo descansa en la propia imagen que nos mira”. Y es que efectivamente, cuando uno se encuentra frente a una obra de Víctor Hugo Pérez no puede dejar de pensar en dos aspectos: el primero versa sobre el contexto de fondo y forma, que tiene que ver con la rememoración de las violentas y sórdidas pesadillas de la infancia como posible tema; el segundo trata sobre la lectura de la técnica empleada como parte del proceso de creación, en el que las manos primitivas del artista empastan sobre el lienzo la materia telúrica de los colores primarios, como parte del arte que surge del ritual según Jane Ellen Harrison. Como si el artista quisiera atrapar con las palmas abiertas de las manos a los espectros oníricos de la noche, que cabalgan en la desesperante saturación violenta del espacio, dejando a un lado la perspectiva y los planos.
El onirismo, en su fundamento se caracteriza por las alucinaciones visuales que envuelven a otros sentidos, y que se manifiestan por medio del tacto y lo auditivo creando lo denominado como “delirio onírico”. Y es quizás en primera instancia, esa impresión onírica que nos revela la obra de Víctor Hugo, con sus espectros deambulando en el espacio del lienzo, casi con la intuición de que en algún momento tomarán vida, pero sobretodo, con la percepción de escuchar de cerca el eco de sus gritos estridentes, emitidos en un tono agudo y libre por ciertas figuras, que se encuentran más cerca de la personificación de la psicosis.
«Todo lo que vemos no es sino un sueño dentro de un sueño» dice Edgar Allan Poe, -como lo mencionaba al principio del texto-, como esos sueños lucidos y a la vez monstruosos que se experimentan durante la etapa de la niñez, y que ahora le sirven al artista para crear, por medio del artificio y el oficio de la técnica, el efecto fantasmal de la fiebre en el receptor. Pero este onirismo en la obra de Pérez, no es sólo pictórico sino también literario, ya que emplea de manera latente diferentes recursos como alusiones, señas y símbolos, en un marco más narrativo que poético para titular sus obras.
Recuerdo que en alguna ocasión, -para ser más específico- en una exposición de Víctor Hugo en la ciudad de México, el artista me comentó en respuesta a mi cuestionamiento sobre su trabajo, “que su obra más que un cúmulo de influencias, era un homenaje a los grandes pintores que él admira y en los cuales se reconoce”. Donde se puede percibir la fuerza de los trazos de un Vincent van Gogh; las formas y sombras, que recuerdan a los perros anti-totémicos y calamitosos en la magnífica obra literaria El spleen de París de Baudelaire, en el que los canes erran solitarios por los torrentes sinuosos de las enormes ciudades, y que se hacen presentes en la obra de Rufino Tamayo; se percibe también la violencia de la inmediatez, en los colores primarios de la materia bruta en Jean-Michel Basquiat; sin olvidar la huella de Pablo Picasso, y su fauna de gallos y gatos atrapando y devorando los pájaros eléctricos con apariencia monumental de cuervos, con ese efecto de distorsión en las miradas de los personajes, con filosas pezuñas sobre los tejidos del lienzo. Por lo que la búsqueda de Víctor Hugo no ha sido ciega, sino más bien heurística, aunque basada en su propia experiencia, en donde el artista ha atesorado este bagaje vivencial y lo ha transmutado en un ritual onírico y telúrico, en un palimpsesto de la violencia.
En el bestiario fantasmagórico de Víctor Hugo, podemos apreciar un aliento irónico y sarcástico del fracaso, desde los tópicos del sexo y la religión por excelencia, siempre con elementos que juegan con la ilusión de lo autobiográfico, con un perspicaz guiño de irreverencia como lo vislumbramos en su obra collage, y en sus “cadáveres exquisitos”, en los que más que revelar un carácter erótico en la línea de los postulados de Georges Bataille, desacralizan y desmitifican el placer estético en la doctrina del voyerista, hasta ridiculizarlo a su más mínima expresión.
Pero la búsqueda de Víctor Hugo de la cual hablamos párrafos arriba ha sido notable, ya que en obras como La huida, podemos verificar una exploración de otras técnicas y soportes como el acercamiento con el retablo o el exvoto, y en los que a manera de leitmotiv, los elementos como el “pájaro del deseo” y el perro conforman el rol: uno de sacrificado y el otro de sacrificador; uno por su condición de torturado y el otro de torturador, simbolizando metafóricamente el amor, en el que a veces cohabitan y otras se confrontan a todo lo largo de la obra, y con los que me atrevo a aseverar que Víctor Hugo tiene un vínculo más estrecho, algo que va más allá de la identificación y la filiación, como un síndrome mimético de ambivalencia con referencia a ambos personajes, en su proceder y en su actuar en el plano urbano.
Ese acto-ritual-urbano del que hablamos, no es otra cosa que la errancia del perro y el “flanear” de Víctor Hugo, de su infancia hasta nuestros días, como un acontecimiento propio de un estado mental, de un trance, como lo explica Walter Benjamin con respecto a la idea de la errancia, en el que estas caminatas sirvieron de caldo fértil de cultivo para que el artista visual participara desde adentro en su obra, y no sólo retratando la ciudad como un observador separado sino sumergiéndose en la metrópoli, para hacer del receptor un voyeur, “un botánico de la acera”, como lo podemos verificar en las obras El ángel de la independencia y El Westin, en donde se entrelazan las imágenes contemporáneas de la ciudad que efectúa el acto-ritual que nos increpa de manera violenta, con el ojo atento y su sentido de espionaje, con la necesidad vital y común de una agresión, de un presagio y de un presentimiento donde todo toma un sentido, creándonos muchas veces la impresión de estar desposeídos de sí mismos, ante la vulnerabilidad de ser mordidos por un perro.